Por esas casualidades de la vida y de la historia, que a veces se ríen para bien y a veces para mal, William Shakespeare y Miguel de Cervantes Saavedra fallecieron el mismo día. No en la misma fecha, el mismo día: el 23 de abril de 1616. En 1930 a alguien se le ocurrió que semejante señal del destino no podía pasar inadvertida, y desde ese año, todos los 23 de abril se celebra el Día del Libro y de los Derechos de Autor.
Lo que sigue no es nuevo. Es una biografía lectora que escribí hace dos años en la facultad, para el Taller de Escritura Creativa. Hoy la desempolvé, la acomodé un poco y la traje al blog, porque lamentablemente no sé hablar de los libros si no es a través de mi propia experiencia. Al fin de cuentas, es la única que conozco.
***
En mi caso, los libros llegaron a mi vida muy temprano,
cuando mamá me leía cuentos cortos, con letra grande y muchos dibujos, entre
la papilla y los pañales. Me aprendí las historietas de Disney de memoria, a
fuerza de que me las leyeran cientos de veces, y fui identificando las letras
primero y las palabras después. Era un poco hacer trampa, pero la efectividad del método fue innegable. La primera palabra que leí sin ayuda fue
“originalidad”. La había encontrado en una revista abierta sobre la cama de
mamá, que primero se sorprendió y después tuvo que rendirse ante la evidencia de que tenía una hija un tanto particular.
En la salita de cinco ya podía
leer los cuentos sola, sin ayuda de la maestra. Mamá cuenta (esta parte de mi vida la escribe ella, porque yo no tengo registro) que una vez la profe salió del aula por un
rato y cuando volvió me encontró leyendo un cuento en voz alta para el resto de los chicos. Para el acto del día del maestro de ese año me hicieron leer una
carta enfrente de todo el colegio, y lo hice de corrido y sin problemas a pesar de que estaba escrita a máquina en imprenta minúscula. Lo único que me acuerdo de ese momento es que la maestra estaba atrás mío agarrando el micrófono, y yo estaba ofendidísima porque lo quería sostener yo. A fin de año, para despedirme de
mi seño, le escribí un cuento que en gran parte era un plagio a sabiendas de un
libro que tenía en casa. Pero eso no disminuyó el mérito, principalmente porque
ella nunca se enteró.
A ese ritmo primer grado fue una
gran desilusión. Cuando un compañero terminaba de leer en voz alta el primer
renglón, yo ya me había adelantado un par de párrafos. Me aburría. Un día
escribí mi segunda pretensión de cuento. Era parte de una tarea, seis renglones
sobre un hornero garrapateados en imprenta, sin argumento de ningún tipo. A la maestra le encantó, y como
para variar había terminado antes que el resto, me mandó por los pasillos para
que le mostrara mi obra a las demás señoritas. Yo fui un poco por cararrota y otro poco por aburrida, pero no entendía qué tenía de maravilloso un hornero que vivía con
una hornera, y tampoco por qué todos daban muestras tan grandes de entusiasmo
ante mi cuaderno.
A partir de ese momento los
libros fueron una constante en mi vida. No perdonaba nada de lo que me cayera
en las manos y no podía cruzarme con ninguna revista sin dejar de leerla de principio a fin. En la casa de mis amigos, no me unía a los juegos de los demás
hasta que no terminaba lo que fuera que había encontrado en su cuarto. Antisocial y nerd, lo sé, pero para mí cualquier libro era mucho más interesante que salir a jugar a la mancha o a las escondidas.
Ya de más grande hice un par de
intentos de escribir una novela, pero los abandoné en el primer capítulo porque
no le encontraba sentido a dedicarle tiempo y esfuerzo a algo que no iba a leer nadie. Mientras
tanto, mi tía abuela me iba heredando su enorme biblioteca en cuotas. Yo
ya distinguía entre los libros que leía para pasar el rato y los que me parecía
que de verdad valían la pena. A ella le debo los cuatro primeros volúmenes de Harry
Potter y los tres de El Señor de los Anillos.
El libro más importante para mí,
a mis más o menos 13 años, fue Historia de Cronopios y de Famas. Lo descubrí en una librería de Bahía Blanca cuando papá lo bajó de un estante, buscó “Instrucciones para subir una escalera” y me lo dio abierto en esa página. "Tomá, leelo a ver si te gusta", me dijo. Se quedó a la expectativa, y cuando le dije que sí, fue derecho al mostrador a pagar el libro. Hoy sigue en mi mesita de luz. Al tiempo le siguieron Rayuela,
Ceremonias y Papeles Inesperados, pero ninguno superó el encanto
del primer encuentro.
En séptimo grado había tenido una
mala experiencia con Cortázar, pero lo perdoné con el tiempo. A la profesora de
Lengua se le ocurrió tomarnos una prueba de comprensión de textos con uno de
sus cuentos, que se llamaba “Ocupaciones inútiles” o algo así. De más está
decir que desaprobamos todos. Eso convenció a la profesora de que Cortázar era
demasiado para nuestras jóvenes mentes. Por suerte después nos amigamos, porque no habría podido vivir sin él.
Ya en tercero polimodal nos
hicieron leer varios autores argentinos, y ahí sí que no pude perdonar a mis compañeros. Pasaron a través de Cortázar y de Rodolfo Walsh como quien hojea una
revista en una sala de espera, lo que a mi criterio era un pecado capital. Creo
que fui la única que de verdad leyó Operación Masacre y no bajó el
resumen de internet para hacer el trabajo sobre Walsh y el periodismo. Con
Cortázar no tuve éxito: a pesar de mis explicaciones lo descartaban por
incomprensible, sin darle una segunda oportunidad. Me sentí en deuda con él por
no conseguirle más lectores.
Con el tiempo, papá también me acercó a Borges y a Miguel Hernández. La biblioteca de la abuela me trajo a Agatha Christie; la del abuelo, los cuentos de Fontanarrosa. La facultad me cruzó con Galeano, las clases de inglés con Poe, los amigos con Katzenbach. Leer es parte de mi vida desde que tengo memoria, y mi máxima ambición es armar una biblioteca bien surtida que ocupe toda una pared de mi futura casa. Yo creo, como Borges, que uno no debe estar orgulloso de lo que ha escrito, sino de los libros que ha leído.