jueves, 9 de agosto de 2012

Estoy enamorada de un hincha de River

Para Martín, de uno de los amores de su vida.


Cuando yo iba a la primaria, pueblo chico infierno grande, en el patio del recreo sólo había dos opciones: o eras de Boca o eras de River. Había algún perdido de San Lorenzo, dos o tres de Racing, alguno más de Independiente. Pero la línea divisoria, lo que definía alianzas y enemistades, votaciones y discusiones, era el Superclásico. No había otra.

Mi papá y mis hermanos, hinchas de Estudiantes, eran un caso aislado. Pero muy aislado. Mis  compañeros, mis amigas, sus hermanos mayores, sus vecinos, sus padres, el almacenero y demás referentes de mi infancia eran bosteros y gallinas. En mi cabecita, Boca y River eran los que ganaban siempre. Ese Estudiantes de mitad de tabla para abajo no podía hacer nada contra ellos, porque eran mejores y tenían que ganar. Era algo preestablecido.

Mis hermanos criticaron más de una vez mi vida futbolística. Empecé siendo de Boca por el ahijado de papá, que una vez vino a visitarnos desde La Plata y prácticamente me sobornó con caramelos. Fui de River dos días, por pedido de mi mejor amiga de ese momento, que me encerró en su pieza a escuchar el CD de Copani (ahora que lo pienso fue tortura psicológica). Pero duró poco, porque a la siguiente votación en el recreo todos dijeron que yo no era de River, que era mentira y que era de Boca. Y en primaria y en el patio, lo que dicen los demás no se discute.

Más adelante, en la secundaria, le llegó el turno a Estudiantes. Mi hermano argumenta que fue sospechosamente en el momento de la remontada. Yo lo niego, pero no sirve de mucho. Sea como sea, los diarios y la tele volvieron a hablar de La Plata. Ahí Estudiantes fue la vuelta de la Brujita, Braña, Andújar, Desábato, el campeonato del 2006, el "yo lo ví campeón",  Boselli, la Gata, la Libertadores, el gol al Barsa y de nuevo campeones en el 2010. Un "club chico" llegaba a ser el mejor de América. La vida futbolística se acomodaba en su lugar.

Hasta que volvió el Boca - River.

Yo, que pensaba que a contramano de toda la Argentina y del periodismo deportivo en general había logrado que el Superclásico no me importara nada, volvía a encontrarme, 15 años después, con la votación en el patio del recreo.

Y esta vez tengo que votar por River, porque me pongo del lado de Martín.

Cuando empezamos a salir, Martín me aclaró dos cosas: una, que por nada del mundo iba a dejar de ver a sus amigas, y dos, que siempre iba a la cancha cuando River jugaba de local. Yo acepté, un poco porque estaba de acuerdo con los dos puntos y otro poco porque le habría dicho que sí a lo que sea. Pero nunca pensé que la parte del fútbol iba a ser tan central.

Para Martín, River no es un club, ni mucho menos un equipo de fútbol. Es una filosofía, una manera de encarar de vida, de entender el juego, de enfrentar las situaciones, de disfrutar las alegrías, de sufrir las tristezas. River es lo que respira, lo que le hace latir el corazón, lo que  le corre en las venas. River, para él, es la pasión hecha camiseta. En el ranking de amores estoy un paso arriba, por ahora, pero no intento competir. No serviría de nada.

Desde que estamos de novios, Estudiantes y River jugaron una sola vez, al final del Clausura 2011. Fue un empate 1-1 que me dejó en paz conmigo misma, porque nosotros no peleábamos por nada y ellos necesitaban el punto. Pero ahora vuelve el dilema moral.

Mi hermano diría que el dilema moral no existe, porque ahora soy de River. Pero no es así, es mucho peor: estoy enamorada de un hincha de River. No es que me importe el club por el club en sí mismo, sino porque lo que le pase al equipo y lo que le pase a Martín son la misma cosa. River puede hacer que la persona que amo sea la más feliz o la más triste del mundo. 

Con mis virtudes y defectos, yo hago lo mejor que puedo para que Martín sea feliz, pero River se me va de las manos. El club tiene prácticamente el mismo peso que yo en su vida, y Martín nos ama a los dos, pero a mí me importa muchísimo más. River se está jugando su felicidad y su tristeza en cada pelota, pero cuando termina el partido ya está. Terminó lo que tenía que hacer esa semana. Y me deja toda la responsabilidad a mí.

Además convengamos que este año no hizo mucho para ayudarme. El huracán River pasa y yo puedo festejar los triunfos o quedarme a levantar los pedazos. Se va pero no se va, está ahí toda la semana, flotando en el aire. Hay veces que no se lo puede nombrar, que hay que cambiar de canal ante la menor señal de alerta. Y hay veces en que hay que ver cada repetición, cada gol y cada análisis una y otra vez para apreciar todos los detalles.

No soy hincha de River. Sería mucho más fácil si lo fuera, porque entonces la que lloraría o se moriría de niervos o se aguantaría las cargadas sería yo. Es peor. Estoy enamorada de un hincha de River. Hay algo en su vida que puede lastimarlo o exaltarlo y que no depende para nada de mí. Por eso lo sigo, lo controlo y veo los partidos. Porque estoy cuidando que se porte bien.

- Y encima este finde jugamos con River.

- Ah, es cierto, ¿y qué vas a hacer?

- Yo quiero que gane Estudiantes, pero también está Martín.

- Bueno, podés querer que empaten.

- No, yo quiero que gane Estudiantes.

Si alguien tiene influencias en la AFA, por favor, que averigüe cómo se puede hacer para que Estudiantes gane y River sume puntos igual. Díganles que no es por mí, que no es de parte del club; díganles que estoy enamorada de un hincha de River.


jueves, 2 de agosto de 2012

Sueños lúcidos

Papá soñó más de una vez que está en un circuito de Fórmula 1, en el sector de boxes. Al lado está el auto de un piloto, no sé si Raikkonen o Vettel, y el tipo lo invita a dar una vuelta.  El sueño siempre termina igual: cuando está por subirse al auto o cuando acaba de sentarse, se despierta. Nunca llega a arrancar.

Miles de veces me frusté con sueños increíbles, que me solucionaban la vida, y que al despertarme descubrí que nunca habían sucedido. También me enojé con otros que se cortaban en el mejor momento. Empezaban a borronearse, a fallar, y por más que tratara de hacer que volvieran a funcionar, se diluían en la nada. Poco a poco pierdo mis poderes mágicos, empiezo a tener problemas para volar, y listo. Se terminó.

Tenemos sueños geniales, sueños horribles, sueños recurrentes, sueños rarísimos. Lo que nos fascina y nos extraña al mismo tiempo es que no podemos controlarlos. Aún cuando a veces sabemos que es un sueño, lo que va a pasar a continuación se nos escapa. Somos al mismo tiempo emisores y receptores de nuestros sueños. Hay una parte de nosotros que crea la historia, y otra parte que la vive y se sorprende.


El famoso psicoanalista Sigmund Freud enumeró las tres heridas narcisistas de la humanidad, algo así como los tres descubrimientos que golpearon el orgullo del ser humano. La primera herida, la cosmológica, fue la teoría copernicana: nos dimos cuenta de que la Tierra no era el centro del universo. La segunda, la biológica, fue la teoría de la evolución de Darwin, que nos mostró que descendíamos del mono y que habíamos evolucionado como cualquier otro animal.

Y la tercera y definitiva afrenta fue la psicológica: el psicoanálisis demostró que no somos dueños de nosotros mismos. El inconsciente es esa parte de nuestra mente que no podemos conocer, que escapa de nuestro control. El hombre no es amo ni siquiera en su propia casa.

Esta era la idea general que yo tenía sobre los sueños, y no me parecía ni bien ni mal: eran lo que eran. Pero el otro día encontré un post de 9gag.com que hablaba sobre los sueños lúcidos y cómo controlarlos.  Suena tentador. Volar, conocer otros mundos, tener superpoderes. Funciona más o menos así: el primer paso es convencer al cerebro de que es una prioridad que recordemos nuestros sueños, por lo que es bueno tener papel y lápiz en la mesa de luz y anotar lo que recordemos al despertar, aunque sólo sean una o dos palabras (al mejor estilo Ricardo Darín en "El Secreto de sus Ojos").


El siguiente paso es volverse capaz de darse cuenta de que estamos soñando. Es decir, adquirir la capacidad de estar consciente dentro del sueño. Para esto hay que volverse medio paranoico y preguntarse "¿Esto es real? ¿Estoy soñando?". Existen "pruebas de realidad", objetos cotidianos que nunca funcionan normalmente cuando soñamos (relojes, libros, nuestras manos). Hay que volverlos un hábito en la vida real para que también se vuelvan un hábito en los sueños.

El paso final es estar soñando, aplicar uno de estos chequeos de realidad y darse cuenta de que es un sueño.   A partir de ahí, podés vivir la historia que quieras. Según el post de 9gag.com los sueños no pueden controlarse inmediatamente, sino que requieren por lo menos dos semanas de práctica.

No sé si los sueños lúcidos funcionan, pero creo que no me gustaría probarlos. Para empezar, requiere bastante esfuerzo en la vida real. ¿Y cómo saber si voy a poder descansar mientras duermo? ¿No se supone que es el momento en que tendría que dejar que la mente se desconecte? Y por otro lado, está el tema psicológico. ¿Por dónde canalizamos los miedos, los deseos reprimidos, todo lo que vive en el inconsciente, si no es a través de los sueños? No sé si eso representaría menos o, al contrario, más trabajo para los psicoanalistas.


Las teorías sobre el control de sueños y los sueños lúcidos están dando vueltas por la web y hay gente que jura que funcionan. Decidan ustedes: escribir el libreto de lo que soñamos puede ser muy interesante, pero  creo que para eso existen las fantasías que tenemos despiertos. Me dirán que el sueño parece mucho más real, pero justamente es porque no sabemos que es un sueño. Yo prefiero descansar tranquila todas las noches y dejar que me sorprenda, para bien o para mal, esa parte de mí que no conozco.